Bakú es la capital de Azerbaiyán, esa Land of Fire que seguro que conoceréis por la antigua camiseta del Atlético de Madrid. Lo que tal vez no tengáis tan en mente es que lo de «tierra de fuego» viene por la abundancia de hidrocarburos de su subsuelo y que en su época dorada se producían en los alrededores de Bakú la mitad del crudo del planeta. Tampoco se suele hacer demasiado incapié en que Azerbaiyán fue el primer país musulmán en dar el voto a las mujeres allá por 1918, avance que desgraciadamente duró más bien poco. Obligados por los rusos, los azeríes tuvieron en el 1920 que dejarse de democracia y fundar una república soviética, que es lo que se llevaba entonces.
Durante la larga dominación rusa, la rica Bakú atrajo hasta este rincón del Cáucaso a inversores de medio mundo. Aquí vinieron ingleses, holandeses e incluso suecos como el famoso Ludvig Nobel, que pudo crear sus conocidos premios gracias a todo lo que había ganado en Azerbaiyán. Se llevaron mucho de estas tierras, es verdad, pero fue gracias a todos estos europeos que aquella pequeña población azerí se transformó en la elegante capital euroasiática que es hoy en día.
A pesar de su carácter europeo, Bakú es hoy en día una ciudad desconcertante. Debe de ser esta una de las más importantes peculiaridades de las urbes del Cáucaso, región siempre a medio camino entre culturas y continentes. En la capital de Azerbaiyán se solapan los monumentos de los antiguos azeríes con los casoplones de los antiguos magnates del petróleo; parques siempre verdes con colinas resecas; viejas mezquitas chiíes con inmensos rascacielos acristalados…
Muchos edificios y estilos, y eso a pesar de que cualquier paseo por la ciudad te deja la sensación de que falta algo. Y es en que en Bakú nadie se sienta en el césped de los parques, siempre tan verde, ni tira un papel a su limpísimo suelo. Tampoco parece que a nadie se le ocurra hacer una inocente pintada en ninguno de sus muros impolutos. Pero no solo se echa en falta el cierto desorden y vitalidad de otras ciudades de la región, sino también a algunos de sus habitantes. Me refiero, como no, a los armenios que una vez llegaron a ser más del 20% de la población. Curiosamente, tanto Armenia como Azerbaiyán se constituyeron a principios del siglo pasado como estados monoétnicos, una contradicción en general, pero más en una región que atesora una de las mayores variedades etnicas del mundo. «Haced las paces, llevaos bien», me dan ganas de decirles a estos dos pueblos enfrentados desde hace ya demasiado tiempo. Pero no son unos niños, que estos tienen Kalashnikov. Y yo soy solo un turista que por mucho que curiosee, seguramente no podrá nunca entender los enquistados conflictos de este rincón del mundo.
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