En las fotos que tomamos de Siria se suceden las ruinas del monasterio de San Simeón y la poética ciudad abandonada de Serjilla, la via porticada de Apamea y el impresionante castillo de Krak des chevaliers. Al verlas me parece caminar por un país solitario y destruido. Pero es que incluso la abarrotada Aleppo, la segunda ciudad más importante del país, parece inacabada, suspendida en un tiempo tan alejado del presente como del pasado.

Era invierno cuando estuvimos allí, pero eso no explica la sensación de desplome que nos abordaba a cada paso. Tal vez en primavera las flores resurjan entre rocas y plásticos y es posible que con el calor las mujeres relajen las costumbres hasta mostrar con indecencia sus narices o sus delgados labios. Quizá, quién sabe. Creo sin embargo que, a medida que los días vayan haciéndose más largos, la bruma invernal será sustituida por un horizonte polvoriento, solo eso. Los Sirios seguirán bajo el sol resistiendo los mismos golpes del invierno, sufriendo en silencio el dolor al que parecen haberse acostumbrado.

Este dolor se percibe en el humo de las teterías y las trastiendas, en tantos rostros que muestran a un tiempo las huellas de la catástrofe y una profunda dignidad. En Siria (supongo que en muchos otros países árabes) se acepta con solemnidad la derrota y el castigo, se camina erguido sobre el barro y las fisuras con la conciencia de que tarde o temprano el suelo se abrirá a nuestros pies. A veces me da la sensación de que desde este rincón del mundo resulta difícil imaginar el mundo como un lugar completo y ordenado, pero seguramente me equivoque. Es imposible no soñar con el final del dolor y dejar que los colores entren, aunque sea por un instante, ente las ruinas.

Fotos: Isa Sanz

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