Fuimos hasta Djifer en un 4×4 de una pareja de franceses junto a sus tres niñitos de nombres tan extravagantes como Adele, Leonidas y Teofile (es importante llamar adecuadamente a los hijos de quien te lleva en su coche). Éramos en total seis personas y, aunque un poco apretados, al menos Isa y yo estábamos contentos de habernos ahorrado esperar durante horas al transporte público, infinitamente más lento y cargante que aquel coche lleno de flotadores, cochecitos y biberones. Incluso los niños estaban tranquilos y es que tras la ventana se extendía África, lo que es más que suficiente para mantener alegre y expectante a cualquiera. Con los ojos bien abiertos, los niños, Isa y yo mirábamos la pista arcillosa (rojo intenso), el cielo y las nubes (tan densas que parecían en relieve), los baobabs, las palmeras (de un verde brillante), las lagunas y, a lo lejos, el mar (líneas azules, resplandecientes). Los colores eran, como tantos otros aspectos en África, fuertes y violentos. Parecía que la luminosidad no era un reflejo del sol sino que surgía del interior de cada cosa.
The colors are…so bright me arriesgué a decir en inglés, no muy convencido de que me estuviera expresando con corrección. No importó demasiado ya que, tal vez porque los franceses no suelen dominar el inglés o porque estaban más preocupados en esquivar charcos o cuidar de los niños, no obtuve respuesta. No quise repetirlo y arriesgarme a comenzar otra conversación vacía y lánguida, así que callé. En realidad el silencio no era incómodo e invitaba a adormecerse y mirar el paisaje como si fuera una película, las imágenes que acompañaban a la canción de Ismaël Lô que desde hace días tenía en la cabeza. Afrika… Afrika, mon Afrique.
Foto por Luca Bruno
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La película de África. Ha habido buenas, algunas muy buenas.
Pero esto es ensoñador.
Bienvenue!!