Fue raro -pero también reconfortante- encontrar aquella biblioteca en un momento así. Habíamos llegado por casualidad, buscando por los pasillos del Cervantes de Sofía (que encontramos también por pura coincidencia) a un amigo de un amigo que creíamos que trabajaba allí. Pero no estaba. Ni él ni nadie. La única puerta abierta en todo el edificio era la biblioteca. Allí había libros, internet gratis y una chica alta, rubia y búlgara que hablaba un buen español. No recuerdo quien comenzó (seguro que R.), pero antes de que nos diéramos cuenta ya estábamos contándole nuestras desventuras.
‘¿Sabes cuándo es el siguiente autobús a Belgrado?’ ‘¿No será mejor tomar el tren esta misma noche?’ ‘¿Y no habrá en Sofía un lector que nos quiera alojar…?’ preguntaba R. sin dejar casi espacio entre las frases. La chica, que no estaba acostumbrada a responder este tipo de dudas, esbozaba una sonrisa y fingía que tenía que hacer. Seguramente estaría pensando si debía o no llamar a seguridad, y si no lo hizo es porque debíamos de darle algo de lástima con nuestras sandalias, pantalones cortos y barbas de explorador. Lástima o miedo, ya que no parecía entender por qué nos pusimos a reír al ver a través de la ventana que había empezado a llover.
‘Pero, entonces (la chica fingió consultar algo en el ordenador para ganar un poco de tiempo), vosotros vivís en Estambul, pero sois españoles y vais de vacaciones a Belgrado, ¿no?’ Asentimos, encantados de escuchar nuestra historia explicada en aquel acento eslavo. ‘¿Y por qué estáis aquí?, y… ¿dónde están vuestras mochilas?’ La respuesta no era fácil y nos tomamos nuestro tiempo antes de responder. ‘Estarán ya en Serbia, ¿no?’, dije mirando el reloj. ‘Sí’, respondió R., ‘en ese vagón sin cafetería, de mierda’.
Ella seguía sin entender (ni siquiera por qué, en lugar de coger el avión como todo el mundo, habíamos decidido viajar en tren), y nosotros interpretamos su desconcierto por interés. Así que se lo explicamos desde el principio: que tras casi doce horas sin comer, decidimos bajarnos en Sofía, a mitad de camino; que queríamos comprar algo rápido y volver y que esa es la razón por la que dejamos las mochilas en el vagón; que buscamos en las galerías de la estación un cajero y que lo encontramos y que discutimos cuántas levas necesitábamos y que las sacamos; que nos aturdimos con los pinchos de cerdo, la cerveza barata y tanta rubia con tacones que pasaba por allí (esto último no se lo dijimos)… ‘Y cuando quisimos volver’, le sentenció R., ‘confundimos el anden 5 con el V. Llegamos a ver el tren a lo lejos, camino de Serbia. Allí iba toda nuestra ropa, nuestros libros… y un portátil, es verdad’.
Permanecimos un rato en silencio, escuchando solo el repiqueteo de la lluvia en los cristales. ‘‘Bueno, al menos tenéis los pasaportes y dinero’, dijo al fin, tal vez para reconfortarnos. Pero nosotros, deseosos de transformar esta historia en una aventura, le contábamos todo lo que habíamos hecho hasta llegar a aquella biblioteca. Nos escuchó atenta, mirándonos con sus grandes ojos verdes. A veces tecleaba algo al ordenador o intervenía para darnos teléfonos de albergues, de un taxi y de alguna otra cosa. Era simpática la chica. Y muy educada.
Hicimos algunos chistes, consultamos una vez más internet y, para pasar el rato, también el periódico. Pero poco a poco fuimos tomando conciencia de que en algún momento deberíamos abandonar ese lugar con libros, internet gratis y una bibliotecaria que hablaba español con acento eslavo. Después de descartar otras opciones, decidimos que deberíamos ir cuanto antes a la estación y comprar un billete para el tren nocturno a Belgrado. Pero antes nos despedimos de ella. Le dimos la mano, nuestros e-mails y le preguntamos si tenía un paraguas. Desgraciadamente también a ella la lluvia le había cogido por sorpresa.
Ya desde la puerta le quisimos decir algo simpático. Que viniera a Estambul o que nosotros siempre viajábamos ligeros de equipaje. Pero nos dio corte. ‘Mucha suerte, que todo os salga bien’ dijo ella al vernos allí parados. Nos miró a los ojos y después la barba y los pantalones cortos, las sandalias. Debíamos de parecer un poco infantiles a pesar de nuestra edad. En aquel momento pensábamos que más que un extravío estábamos viviendo una aventura digna de contar en nuestros blogs. Seguro que estábamos ridículos, pero no se río. Es posible que sonriera, pero muy poco. Apenas nada.
Foto de la biblioteca del I.C. de Sofía de Celia y de una calle de Sofía de Dido Mihajlov.
Dónde está este lugar? Pues aquí.
Esta es una historia en parte inventada. Los personajes y hechos que aparecen en ella no se corresponden exactamente con la realidad.
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¿¿Que no se corresponde «exactamente» con la realidad?? ¿En cuanto, en un 0’5 %? ¿O será que, como siempre, supera a la ficción?…
Buena entrada, siempre me gusta leerte.
Un abrazo!
Soy Juan 😉
¡Qué ternura de imaginarte con tus canas y tus sandalias por ahí…..!
Un beso…Natachen