El pueblo parecía desierto. Era domingo y el sol, ya agonizante, acababa de desaparecer tras las montañas. Las sombras debían empezar en unos minutos a oscurecer las casas, los pinares y la carretera comarcal que era, al mismo tiempo, la calle principal del pueblo. Pero los minutos pasaban y el cielo seguía aún claro, apenas empañado por los bordes. Detenido en mitad de la calle lo miró con lentitud, tratando de diferenciar las zonas más iluminadas de las oscuras, el naranja del azul claro. Tuvo el presentimiento de que aquella luminosidad irreal iba a acompañarlo durante mucho tiempo.
Comenzó a caminar muy lento, intentando disfrutar del pequeño pueblo. A pesar de sus esfuerzos no consiguió encontrarlo bonito. Tras las ventanas y las cortinillas de las puertas se escuchaba el rumor de platos y de voces, el eco de televisores que retransmitían con cierta dificultad (al parecer en el valle no funcionaba muy bien el TDT) la final de la Copa de Europa. No sabía la razón, pero esta inmensa celebración futbolística le producía cierta inquietud. Había empezado a sentirla al final de la primera parte, cuando pagó su botellín a una señora inexpresiva y salió del único bar del pueblo. Allí había seguido durante cuarenta y cinco minutos a puntos minúsculos puntos rojos y azules correr de un lado a otro de la televisión. Tal vez por eso la luz sostenida del atardecer le confundió. En vano intentó despejarse bajado hasta el río y escuchando el agua que resbalaba entre las rocas. No se sintió con fuerzas de ver la segunda parte incluso si su equipo ganaba dos a cero.
Volvió al pueblo y caminó por la carretera un rato. El paseo duró bastante poco ya que un poco más allá las casas se acababan y, con ellas, toda la población. Allí, en un gran cartel pagado por la Junta de Extremadura, estaba marcada la ruta que Alfonso XIII siguió durante su viaje, a principios del siglo pasado. Este recorrido, que el rey emprendió para conocer la que era la región más subdesarrollada de España y solucionar sus problemas sanitarios, se había transformado en el itinerario más popular de los turistas que visitan esta zona. Las fotos oficiales de este viaje aparecen en los folletos y en los centros de interpretación. Vistas desde la actualidad dan la sensación de ser las de un explorador del siglo XIX y, sin duda, resultan mucho menos interesantes que las imágenes deformadas y exageradas que Buñuel tomó unos años después para su documental. Es verdad que ya no hay niños descalzos y harapientos, cabezas deformadas por el cretinismo o gargantas hinchadas a causa del bocio, pero en aquel pueblo cerca de la frontera con Salamanca flota en aquel atardecer la misma sensación perturbadora de Las Hurdes, Tierra sin pan.
Sin saber qué hacer, aún retrasó un poco más su regreso ineludible al fútbol caminando en círculos por las callejuelas. Un hombre gordo con pinta de tener algún problema mental pasaba la tarde sentado en las escaleras de su casa. Casi enfrente, dos ancianas hablaban entre sí cerrando cada frase con un ‘si Dios quiere’, un ‘Dios mío’ o un ‘Dios no lo quiera’. Al verlo le preguntaron qué era lo que daban en la tele para despertar tanta atención. Les habló del fútbol y de que España estaba ganando dos cero a Italia en la final. Una de ellas, la más habladora, se dirigió a él. Con una voz aguda y temblorosa murmuró ‘qué bien, al menos nos dan algo’, frase que repitió un par de veces más, seguramente porque no tenía nada más que decir. Él no pudo responder. La noche, a pesar de llegar con tanta lentitud, había comenzado a oscurecer también el rostro de aquella mujer haciendo sus ojos aún más minúsculos y almendrados. Su boca le pareció deformada en una mueca que no logró discernir si se trataba de una sonrisa o un gesto de de estupor.
Afortunadamente los vítores que llegaron desde una casa cercana le apartaron de aquella imagen que, como si proviniera del antiguo documental de Buñuel, le repelía y le fascinaba a la vez. La selección había metido un tercer gol y la final se estaba convirtiendo en una victoria épica de la que todo el mundo hablaría durante semanas. Pudo imaginar las calles de todas las ciudades de España repletas de gente que, olvidándose de los muchos problemas que acuciaban al país, celebraban el triunfo ondeando banderas patrias. Al contrario de reconfortarle, aquella imagen le turbó aún más que el rostro de la anciana.
Se despidió con un seco ‘buenas noches’ y continuó su recorrido en círculos por el pueblo. Apenas quedaba luz y en un rato cada vez más inexistente la oscuridad cubriría las casas y la carretera que servía de calle mayor. El tiempo seguiría su curso, la selección metería aún un cuarto gol y los incendios devorarían los campos agostados. Pero aún quedaba un poco para todo aquello. Volvió al bar y pidió a la camarera inexpresiva otro botellín. En la televisión, demasiado alejada, pequeños puntos rojos se movían rápidamente entre puntos azules. Bebió un trago. Intentó con todas sus fuerzas sentir la alegría de ser campeones.
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