Es verdad que no hacía un tiempo estupendo cuando llegaron, pero la idea que para siempre les dejó Łeba (pronúnciese Ueba), un pueblo costero en el norte de Polonia, fue confusa y contradictoria. Una playa inmensa y de blanca arena junto a un mar (Báltico, a más señas) de aguas frías y oscuras, tan amenazador y embravecido que ni siquiera se atrevieron a meter los pies. Sin embargo, esto no era lo más discordante del conjunto. La blancura de la arena y la oscuridad rabiosa del mar habría casado perfectamente junto a un pueblecito pesquero con bellas casitas polacas. Pero Łeba, tan lejos del Mediterráneo, había tomado como modelo de desarrollo los grandes resort del sur de Europa (desafortunadamente, habría que añadir). La inmensa playa iba acompañada de una pequeña ciudad de bares, restaurantes y tiendas en las que uno podía comprar desde gafas de sol a postales como la que precede estas líneas. Además, mientras caminaban bajo aquel cielo sombrío lamentando haber dejado el forro polar en la habitación, se fueron cruzando con hombres y mujeres con la piel enrojecida; hombres y mujeres rubios que, vestidos con camisetas de tirantes, sandalias y pantalones cortos, daban frío con solo mirarlos. ‘Pero, ¿has dicho con la piel enrojecida?, ¿cómo es posible si no había sol?’ podría preguntar algún lector observador. Y ahí llegamos al punto más paradójico de esta historia. Entre las tiendas y los bares nuestros amigos encontraron también un par de centros de bronceado. ¿Centros de bronceado en la playa? Tal vez lo mejor es que salieran de allí y trataran de olvidar cuanto antes ese lugar.
(He de añadir que todo esto pasó hace demasiado tiempo (¿diez, once años?) No he vuelto a Łeba desde entonces y no sé si el cambio climático ha ido equilibrado el aspecto de la ciudad con aquello que ofrece a los turistas)
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