La foto que precede estas líneas es una postal que lleva mucho tiempo acompañándome. Muestra una mano surgiendo de un cielo de teselas doradas con nubes en forma de pan. Es majestuosa, pero también algo ruda. Representa la Dextera Dei, la mano derecha de Dios, uno de los símbolos más poderosos del arte medieval.
La postal la compré hace unos quince veranos cuando, volviendo de Estambul a Madrid (en tren, durante semanas) paré en la ciudad de Rávena, al noreste de Italia. Tal vez no os suene de nada, pero en esta pequeña ciudad de la Emilia-Romaña se conservan algunos de los mosaicos más importantes del primer arte bizantino, mucho mejores que los que se pueden ver en la propia Constantinopla (que sufrió, además de la conquista de los cruzados y los turcos, años de persecuciones contra las imágenes).
Fue allí, en Rávena, agotado por el viaje en tren, la mala alimentación y el consumo reiterado de hachís, donde observé esa gran obra de arte que es San Apolinar in Classe, una pequeña basílica erigida en el mismo lugar en el que el santo fue martirizado. La había estudiado muchas veces en clase de arte, pero entonces resultó diferente. Los muros del templo me resguardaban del calor del verano y aquella mano (que sobrevolaba un reconfortante prado en el que San Apolinar estaba rodeado de corderitos blancos) parecía estar ofreciéndome la salvación.
No puedo explicar exactamente lo que me sucedió, pero mientras miraba aquel ábside refulgente tuve un irrefrenable deseo de tomar aquella mano. Por un momento anhelé convertirme en uno de aquellos corderos que pastaban apacibles entre las teselas verdes o, incluso, en un mártir tipo San Sebastián, aseteado hasta la muerte por alguna panda de descreídos. Sí, lo reconozco, soy bastante raro. Solo puedo decir a mi favor que me encontraba en un momento de exaltación místico-juvenil.
Ahora, que ya se me haya pesado la edad del interrail y los fervores religiosos, la postal es uno de los pocos recuerdos que guardo de aquella época. Siempre he creído que ciertas imágenes tienen la capacidad de hacernos trascender, así que cuando necesito reconfortarme miró ese dibujo tosco realizado hace casi 1500 años. Entonces (en el medievo, en mi juventud) el mundo era aún un lugar ordenado y comprensible. Esta imagen, apenas una mano sobre un cielo dorado y nubes en forma de pan, me hace sentir una seguridad antigua. Y es que hay pocas cosas en el mundo tan rotundas e inmutables como un paraíso bizantino.
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