Tal y como parece por el dibujo, es bastante posible que me encuentre algo trastornado. Menorca tiene la culpa. Es cierto que he visitado algunas islas y bastantes lugares remotos y cuasi-virginales, pero nunca antes había visto una mezcla tan perfecta entre el verdor de los pinos y el azul del Mediterráneo. Cuando fui, hace un par de semanas, todo era tan bonito todo el rato que solo recordar que en algún momento tendría que regresa a un Madrid atestado (entre otras muchas cosas) de tráfico, pederastas cachas y brotes de ébola me provocaba una profunda ansiedad. Me dieron unas irrefrenables ganas (inquietantes para mí, todo un hombre de mundo) de dejarlo todo e irme a vivir allí; de pasarme la vida bronceándome por las mañanas y bebiendo cerveza junto al mar por las tardes. Aunque, si os soy sincero, he de reconocer que lo que me más me atrajo de la vida isleña era la posibilidad de zambullirme desnudo cada día en aguas transparentes. Porque, dejando atrás una la primera sensación de extrañeza, creo que no hay mayor placer que nadar sin ropa, recitar odas, elegías y epopeyas desnudo o, por qué no, recorrer en cueros el camí de Cavalls, esto último por ahora solo un proyecto. A veces sueño con crear obras de arte landartísticas junto a Toni Riera, un artista que comparte mi afición al nudismo, y también (creo que llegados a este punto de ser por completo sincero) con recorrer en bucle los pocos bares de la isla hasta encontrar a una bella mujer con la que, en un arrebato místico y sensual, y lógicamente desnudo, hacer el amor subido a una taula, a una naveta o a un talayot.
Sin embargo, por algún motivo desconocido, toda esta pasión por la naturaleza entendida en un sentido amplio le parecía pero que muy MAL a Carminha, mi anfitriona y amiga, de la que necesariamente tengo que hablaros. Es posible que estuviera emocionado de más, pero en cuanto notaba que estaba a punto de despelotarme y embeberme de nuevo en la belleza casi inalterada de aquel insospechado paraíso, Carminha se proponía bajonearme hablándome de la endogamia de la isla, de lo trastornante que es el viento de tramontana y de las urticantes medusas que, sigilosas, se esconden en las transparentes aguas del Mediterráneo. Así es Carminha, un encanto de mujer que, si he de ser sincero, a veces adolece de un cierto negativismo mordaz. «Mira esas puñeteras torrecitas que hacen los turistas», me decía indicando las piedras que, de una manera zen, una sobre otra y en precario equilibrio, había colocado junto a la playa algún viajero en un arranque místico. «Están destruyendo el paisaje», motivo que aducía para, con una risa rayana la psicopatía, destruirlas a patadas. Carminha, ¿por qué lo hacías?, te pregunto ahora. No sé si alguna vez lograré dejar la ciudad y vivir en paz, armonía y locura tramontana en un lugar tan idílico como Menorca, pero te confieso que yo también quise pasarme una tarde ensamblando con amor, cuidado y, por supuesto, en pelotas una de aquellas torrecillas de piedras. Creo que ya nunca lo haré, pero ahora que al recordar mis días en la isla me corren las lágrimas por el rostro, no puedo dejar de preguntarte si has olvidado el momento en el que también tú viste esas calas por primera vez, si no recuerdas cómo te sentiste… Carminha, ¿dónde estás? ¿No dices nada?… Vas a tener razón con que la insularidad tiene su punto aislante. Me despido pero, antes de que se me olvide, quería decirte otra cosa: ¿cuándo puedo volver a visitarte?
Categorías:España, Islas Baleares, Lugares, Mediterráneo
Deja una respuesta