Hay días mejores y peores, emocionantes y aburridos; días que se desvanecen después de unas horas o que –como aquel 13 de agosto– permanecen para siempre en el recuerdo. Ya he hablado de la Langue de Barberie, cerca de Saint Louis, en Senegal, una enorme playa en la que trataba en vano de vaciar mis intestinos maltratados por la diarrea. Aquel día andaba y andaba con la convicción de que, cuanto más me alejara de la ciudad, más posibilidades tendría de encontrarme un sitio sin pescadores dormitando, niños bañándose o jóvenes homosexuales empeñados en mostrarme lo mejor de sí mismos… El tiempo pasaba sin lograr mi objetivo, sintiendo que mi esfínter, cada vez más débil, estaba casi a punto de ceder a la presión.
Aún así aguanté un buen rato y durante casi dos horas caminé sobre la arena caliente. Pero como siempre pasa, solo cuando estaba a punto de desfallecer (o más bien cagarme encima), pude encontrar el lugar que llevaba tanto tiempo buscando. Se trataba de un bosquecillo oculto de las miradas indiscretas por las dunas, un sitio que, salvo por un par de personas que varios metros más allá descansaban en una casucha de madera, se encontraba sorprendentemente vacío. Era sin duda mi oportunidad, así que sin pensarlo dos veces me oculté tras unos arbustos sin prestar atención a una voz que me decía algo desde lejos (seguramente otro senegalés buscando conversación, un regalo o vete tú a saber qué).
Creo que no es necesario entrar en detalles escatológicos para explicar lo que pasó a continuación. Digamos que hice lo que tenía que hacer de la manera más rápida y limpia que me fue posible. Tenía además tantas ganas que al terminar me dio por silbar una canción de Salif Keita. “El placer de la excreción no tiene parangón con ningún otro”, debí de pensar, pero desgraciadamente mi felicidad no duró demasiado. Al comenzar el estribillo, antes incluso de que sacara el papel higiénico de mi mochila, apareció entre los arbustos el tipo que me había llamado antes. Parecía un poco nervioso, o tal vez se puso así cuando me vio con los pantalones bajados en aquella pose tan ridícula. “Tabú, tabú” me dijo señalando el excremento aún caliente, y, a pesar de pedirle varias veces que me dejara unos minutos de intimidad e higiene entes de abordar es asunto en cuestión, se quedó allí mirándome como si hubiera matado a alguien.
A pesar de la repugnancia que me provocaba, me subí los pantalones y traté de afrontar la situación como pude. Lo primero que hice fue asumir mi culpa, lo que no resultaba fácil de explicar en francés. Je suis désolé, le decía, mais (esto creo que es portugués), je suis malade. Y lo cierto es que estaba malísimo, y él mismo debería haberlo entendido al ver el aspecto que tenía la plasta que acababa de dejar sobre la arena. Además, por si no se habían dado cuenta, le expliqué que era étrangère y no tenía la más remota idée de lo que hacía. Excusez moi y muy buenas, era el mensaje que quería transmitirle, pero no resultaba nada fácil. Cuando apareció otro senegalés por allí y se echó las manos a la cabeza comprendí que me había vuelto a meter en un lío.
Así estuvimos un rato: yo tratando de explicar mi desolación por lo que acababa de hacer y ellos diciendo muchas veces tabú y otras palabras en francés que no entendía. Afortunadamente uno de los dos trajo un pedazo de cerámica con los que me indicó que sacase “aquello” de allí, lo que hice ante sus miradas inquisitivas y un poco asqueadas. Lo tiré donde me señalaron, fuera del bosquecillo, y ya más relajado, puse cara de pena y me coloqué el sombrero dispuesto a seguir mi camino. Pero ellos no pensaban lo mismo. Mi error no se había subsanado y tenía que dar cuentas al chef (¿pero el jefe de qué? ¿de una tribu caníbal?) el cual me esperaba en la cabaña casi oculta en la espesura. No, imposible. No estaba dispuesto a perderme en un lugar apartado con esos dos negrazos –más bien tres, porque al rato apareció otro con cara de mala hostia y una camiseta raída de los Lakers–, así que me puse berraco y me dispuse a seguir mi camino con toda la firmeza que logré reunir. Pero no fue tan fácil. Cuando vieron que me iba los tres negros se acercaron a mí y me rodearon. Y yo me cagué de nuevo, aunque en esta ocasión metafóricamente.
El espectáculo debía ser un poco penoso. Un blanco delgado forcejeaba en una playa desierta con tres senegaleses que, aunque delgados también, tenían más músculo. Recuerdo que uno de ellos me cogió de la camiseta con tal fuerza que me la dio de sí tres tallas, otro por los pantalones y el tercero –el de la camiseta de baloncesto– se dedicó a hacerme zancadillas con la intención de tirarme al suelo. Estaba claro que no tenía ninguna oportunidad de escapar, así que cuando vi a lo lejos a alguien paseando por la playa me puse a pedirle ayuda. A mis agresores les entró la risa, pero no aflojaron los dedos. Nadie podía salvarme, parecían querer decirme. Sólo una charla con el chef podría solucionar mi cagada.
No sé el tiempo que pasó en aquella lucha desigual, pero lentamente la situación se fue aclarando. Mientras me iba desgarrando mi camiseta nueva, uno de ellos me repetía una y otra vez una serie de palabras para que entendiera lo que pasaba. Estaba el chef, que era muy importante, pero también l’armee, palabra que después de escucharla cuarenta veces terminé adivinando qué significaba. La armada, claro, el ejército; así que cuando un cuarto tipo, este sí bastante musculoso, apareció por allí vestido con unos pantalones de camuflaje, me hice una idea de lo que había sucedido. Al parecer aquella casucha de madera y el bosquecillo que la rodeaba (incluyendo una cabra que pastaba por ahí) era terreno militar. Y yo –literalmente esta vez– me había cagado en él.
Después de entender que mis agresores eran la autoridad, supe que no había nada que hacer. Después de enseñarles mis papeles me vi obligado a ir con ellos, lo que me ratificó el hombre al que le había pedido ayuda en la playa y que termino acercándose para enterarse también él de mis problemas gástricos. De esta manera me arreglé la camisa con la dignidad que me quedaba y les acompañé convencido de que un ejército que ni siquiera tiene para ropa militar estaría deseoso de sacarle unos CFA a un turista diarreico. Por fortuna había hecho lo que supuestamente no se debe hacer en los viajes: dejar gran parte de mi dinero oculto en la habitación del auberge de jeunesse. Llevaba sólo como 20 o 30 euros al cambio. Al fin y al cabo no era una gran pérdida.
Creo que la entrada me ha quedado más bien larga y que va siendo hora de que vaya terminado. Al lector intrépido que haya llegado hasta aquí le ahorraré la descripción detallada de la parte final de mi historia: el momento patético en el que un militar vestido con una camiseta de la NBA me registraba la mochila sin encontrar más que papel higiénico y la libreta donde apunto mis aventuras solitarias. Por suerte no se dio cuenta de que la cartera la tenía en el bolsillo, demostrando la poca profesionalidad de un ejército que ni siquiera es capaz de sacar la pasta a un turista despistado. Cuando por fin me dejó ir, seguramente cansado de escuchar en franceñol una historia delirante en la que trabajaba en una importante ONG y el embajador de España en Senegal era mi íntimo amigo, me crucé con las mismas personas que unos minutos antes me habían tratado de derribar sobre la arena. Estaban sonrientes y me alcanzaron con amabilidad la botella de agua que se me había caído en el forcejeo. “D’où viens-tu?” me preguntaron, y cuando les dije que de España, me hablaron con pasión del Barça y del Real Madrid y me invitaron a un té como si no nunca hubiera pasado nada. Temeroso de que la historia diera otro giro inesperado, preferí no darles demasiada coba y me marché lo más rápido que pude de aquella zona militar que no estaba marcada ni con un triste cartel. Solo cuando pensé que me estaba acercaba demasiado al lugar donde hacía apenas una hora me había encontrado con el joven de minúsculos pantalones, decidí descansar bajo los árboles, temeroso de encontrármelo otra vez.
Frente al mar, bebiendo cada cierto tiempo el agua calentorra y sin saber muy bien si debía, media hora más tarde, limpiarme o no, me propuse redactar esta larga historia. Todo es verdad: al menos así lo creo. Aunque también es cierto que al trascribirla me ha dado por imaginar que fue una pesadilla provocada por el calor y la monotonía de la arena. Pero algo debió suceder sin duda, y así lo atestiguan las cuatro páginas de notas temblorosas que escribí aún afectado por el miedo. “Todo puede pasar en la vida”, empecé diciendo “especialmente nada, nada sobre todo…”, y me parece que no hay mejor manera de terminar esta extraña historia que la canción de Piano Magic con la que comienza. Después de todo sigo sin poder decir mucho sobre la naturaleza de lo sucedido. Ni sobre su naturaleza ni sobre ninguna otra cosa, entendedme. Porque, después de todas estas palabras, ¿a alguien le queda claro qué fue lo que pasó?
Foto superior de Daniel Salles.
Qué buena la historia! Es que a veces nos metemos en líos por pura cortedad de miras o simple ingonrancia aderezada con mala suerte.
A mí me pasó algo parecido en la India (te aviso de paso):
En Fort Cochin se me ocurrió visitar una sinagoga donde ponía claramente «no hacer fotos». Después de ver un par de turistas americanos que ni cortos ni perezosos (bueno lo segundo quizás sí) hacían fotos furtivas con flash y todo, me dediqué a pasear haciendo fotos a las preciosas baldosas chinas del suelo, hechas a mano y con diferentes motivos. Lo hacía con un disimulo tal que salían mal, así que me tiré un buen rato «disimulando». Al final una señora del museo me vio y vino a mí y me dijo nerviósamente: «did you take a picture? did you take a picture?» o algo así, y aquí es donde fracasé, en vez de decir «no» se me ocurrió decir «yes, but only one» cómo si el hecho de que fuera una en vez de 20 me exculparía. No fué así y la mujer se puso como una energúmena a chillar y llamaron a un tío de seguridad, que pronto fueron dos y que me sacaron del museo y me querían llevar a un pasillo de un edificio anexo demasiado oscuro para mi integridad mental. Por suerte cuando estaba forcejeando en la calle pasó un señor, indo-judío, que hablaba inglés y vivía en Londres y pudo ayudarme a explicarles que «mi abuelo era judío y quería hacer una foto para mi madre, blablabla» y que no tenía mala intención. Al final vino la policía, borré las fotos y me dejaron ir. Lo peor es que esa tarde cogía un tren a Goa y luego otro a Mumbai para volar de vuelta y me veía retenido y sin llegar al vuelo…
Ja, ja, lo bueno de estas cosas es contarlas después, cuando ya han pasado. Pero vivirlas… Se pasa mal. Además uno nunca entiende por qué hacer unas inocentes fotos o beber agua en Ramadán o cualquier otra cosa que para tí es normal puede resultar tan molesto a «los otros».
A ver qué pasa en la India, país del que no he leído nada ni tengo ninguna idea de como es su cultura. De primeras me dan miedo las multitudes…
Hasta la próxima, pues.