Isla con voluntad de continente, inmenso y diminuto microcosmos, Tenerife se eleva sobre sus brumas para, un instante después, hundirse, pesada y negra, en el océano. Nunca un lugar me produjo tanto desconcierto y, días después de regresar de allí, aún no puedo decir si me gustó mucho o solo un poco.
Las laderas, reverdecidas por las últimas lluvias, fueron lo primero que me llamó la atención de este inesperado paraíso. Las vi desde el autobús que me llevaba desde el aeropuerto al Puerto de la Cruz, una ciudad que, a primera vista, me pareció ocupada por arrugados alemanes disfrutando una soleada jubilación.
Con el tiempo, y gracias a mis anfitriones, el señor y la señora Sensei, descubrí que en la isla había mucho más que hoteles y tiendas para guiris. Rica en matices, Tenerife esconde entre sus pliegues palmerales y bosques húmedos, paisajes lunares con el Teide al fondo y profundos barrancos en los que el sol abrasa lagartos y rocas.
Pero fue en Garachico, una ciudad colonial al lado del océano, en la que descubrí el sentimiento con el que después iba a identificar mi experiencia tinerfeña. Se trata de la extraña certeza de que bajo la tierra negra arden aún brasas remotas; la sensación de que la isla, por fuerza apartada, no es más que el reflejo indolente de un mundo mucho más real y concreto.
Las noches de carnaval, llenas de ambigüedad y erotismo, reforzaron esta impresión de gozosa melancolía que me iba absorbiendo cada vez con más fuerza. Detenidas en el tiempo, parecían fluir con lentitud, encharcadas en ese mismo letargo húmedo que envolvía todo. Ni siquiera de madrugada, cuando los disfraces made in China ya estaban completamente desechos y la pintura se agrietaba junto a los ojos, la fiesta parecía haber terminado.
Aquella mañana, con el regusto del alcohol aún en la garganta, la luminosidad difusa volvió a seducirnos y, a pesar del cansancio, nos invitó a prolongar un poco más la añoranza de los tiempos felices. El anillo deleitoso de la isla nos apresaba una vez más, alto como el Teide. Y también, según avanzaba el día, negro y pesado como los acantilados que lo delimitan.
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Hombrerrante, veria usted las laderas desde la guagua
cierto es!, pero bastante tuve con aprender la palabra guachinche 😉