La gran aventura georgiana

monte kazbek

«Lo primero que me viene a la mente cuando pienso en Georgia (además de la abundante mata de pelo que lucía entonces) es un paisaje desolado y un hotel en ruinas. Cuando viajé allí, a finales de los noventa, esta pequeña ex-república soviética parecía recién salida de una guerra. Y, en parte, era cierto. Su independencia de una más que decadente URSS había dado paso a sendos conflictos en las provincias separatistas de Abjasia y Osetia del Sur y, en los últimos años, un violento enfrentamiento entre partidarios y opositores de Gamsakhurdia, el siniestro y nacionalista primer presidente de Georgia, había conducido al país a una verdadera guerra civil. Estas contiendas, cíclicas en la región, se hacían patentes en el estado de las carreteras y los edificios, pero también en la escasez de alimentos. De esta manera, además de aquel inquietante aura posbélico, recuerdo que mi viaje a Georgia estuvo marcado por las dichosas khachapuri (un pan relleno de queso grasiento que, si había suerte, podía llevar un huevo encima) que, a falta de otra cosa, tomaba para desayunar, comer y cenar. La historia que os quiero contar va de comida y de conflictos en el Cáucaso, zona extremadamente rica en etnias, lenguas y enfrentamientos armados. Por supuesto, tratándose de la cuna mundial de la viticultura, no podía faltar en mi gran aventura georgiana botellas y botellas del vino tinto…  ¡Qué os aproveche!

La anécdota en cuestión comienza en una de esas mañanas luminosas y descarnadas que abundan en la región, en la marshrutka (que es como llaman allí a los autobuses) que me llevaba hacia las montañas que separan Georgia de Rusia. Entre bache y bache, o en las paradas que teníamos que hacer para que los camiones cruzaran los angostos túneles que salpicaban el camino, conocí a la única persona en aquel desvencijado vehículo que hablaba inglés. Se llamaba Mikheil y era un muchacho simpático, fornido y, para qué os voy a engañar, ciertamente atractivo. Recuerdo que evitaba mirar a los ojos, como avergonzado por algo y que, debido a lo limitado de su inglés, a veces resultaba difícil seguirlo en sus (por otra parte fascinantes) historias sobre guerras e independencias, refugiados e hijoputismo ruso. Pasamos todo el viaje hablando, y me resultó tan agradable e inofensivo que cuando me propuso bajar un poco antes de mi destino e ir a pasar la noche a su casa, acepté sin dudarlo. Al parecer, o al menos eso es lo que entendí, en su pueblo celebraban algún tipo de fiesta. Yo imaginaba una celebración popular dedicada a alguno de esos santos hieráticos e infantiles que entonces tanto me gustaban, aunque pronto me daría cuenta de lo equivocado que estaba…

Nos bajamos en un lugar llamado (creo recordar) სტეფანწმინდა, y allí emprendimos un camino rodeado de montañas. Embriagado del verdor primaveral y el aire puro de la sierra, me dejé conducir por Mikheil que, a juzgar por sus robustas piernas, estaba acostumbrado a caminar por aquellas pendientes que a mí me dejaban sin aliento. Al fin, después de casi una hora andando entre bellos pedregales, llegamos al pueblo. Ciertamente no se trataba de una de esas poblaciones con atalayas de Svaneti, pero al lado del río y con algunas antiguas casas de madera me resultó de lo más encantador. El recibimiento fue además extremadamente cordial y daba la sensación de que el pueblo entero estaba dispuesto a celebrar una fiesta en mi honor, el único extranjero que debía haber pasado por aquel lugar en mucho tiempo. Después de dejar la pesada mochila en su casa, Mikheil me invitó a unirme al resto de los solteros del pueblo, tan recios como él aunque (he de señalarlo) ni la mitad de apuestos.

Comenzamos la fiesta con unos vinos tintos (un poco avinagrados, he de decir) que alguien había traído de alguna bodega cercana. Al parecer se trataba de una ocasión especial, ya que casi todos aquellos muchachos (no había ni una mujer) eran universitarios de vuelta a casa por las vacaciones de verano. Esto explicaba la excitación juvenil que se proyectaba hacia mí en georgiano o en ruso, lenguas de las que desgraciadamente no sé ni una palabra, entusiasmo al que yo solo lograba responder con una cordial sonrisa de incomprensión. Pero a ellos mi ignorancia de su lengua y sus costumbres no parecía importarles lo más mínimo. Sin saber cómo, acabé sentado junto a estos ruidosos jóvenes (unos veinte, más o menos) en una enorme mesa bajo una parra, en un lugar ciertamente idílico que permitía unas estupendas vistas del pueblo al atardecer. Para mi sorpresa, alguien había colocado una cantidad desmesurada de comida entre la que, además de las ineludibles khachapuris, había también fantásticas khinkali (una especie de raviolis gigantes que, como aprendí aquella noche, se comen sorbiendo primero el caldo que contienen y después dándoles grandes mordiscos). Entre los platos, por supuesto, no podían faltar las botellas de coñac, tan artesanal como el vino que acabábamos de tomar y en un número aún más desmesurado que la comida.

Enseguida comprendí que aquel banquete (llamado supra en georgiano) no consistía solo en atiborrarse hasta límites insospechados sino que el alcohol ocupaba un lugar más que primordial en la celebración. Como es costumbre, uno de los presentes (el tamada) se encargó de dirigir los continuos brindis en los que estábamos obligados a beber de un trago todo el contenido de nuestro vaso. Dicen que Stalin, también georgiano, era un experto tamada  y que esta era su manera de sonsacar información política a sus invitados. En mi caso, hacía ya tiempo que me sentía en manos de aquellos jovenzuelos y, después de los primeros brindis (dedicados a las madres de todos los presentes, incluida la mía), no solo podrían haberme sacado información sino haber hecho conmigo lo que hubieran querido. Pero aquellos muchachos, ni siquiera el guapo Mikheil, no parecían demasiado interesados en mí ni en mi más que evidente embriaguez. Animados por el alcohol, siguieron brindando durante horas por familiares que, según la noche avanzaba, se iban haciendo más y más lejanos.

Una, dos, siete botellas. Si os soy sincero, en algún momento perdí (junto a otras) la capacidad de contar. Cuando traté de hacer un amago y no beber, comprendí que mis amables anfitriones no iban a tolerar un cambio en sus costumbres y que esperaban que, al igual que ellos, aguantase sin desfallecer hasta acabar con todo el alcohol de la provincia. Aunque me esforcé en aquella borrachera, llegó un momento en el que no lo soporté más y tuve que marcharme a vomitar, lamentando que la mejor comida que había disfrutado hasta el momento en Georgia acabase en un triste desagüe. Por supuesto, cuando volví a la mesa me estaban esperando para brindar por la (puta) madre del panadero del pueblo. Habría querido desmayarme, pero debe ser que soy más fuerte de lo que imaginaba.

Todo siguió de la misma manera hasta que, después de la tercera vomitona, comprendí con las pocas neuronas que no habían sucumbido al coñac que aquello no podía seguir así. Tratando de mantenerme recto y de que mi voz no temblara en exceso, volví a la mesa con la determinación de no aceptar el siguiente brindis y, justo antes de que al tamada le diera tiempo a pensar en una nueva madre, les informé en inglés y con los torpes gestos de borracho que no estaba dispuesto a entrar en un coma etílico en un pueblo perdido del Cáucaso. La tranquilidad que me produjo decir lo que pensaba contrastó con el silencio incómodo y amenazador que siguió a mis palabras. Aunque eso no fue lo peor. Por el rabillo del ojo vi como las caras de aquellos jóvenes georgianos se enrojecían y deformaban en una ira alcohólica desconocida hasta el momento por mí, todo un hombre de mundo.

Cuando un tipo con una cazadora de cuero negro, gafas de sol (era de noche desde hacía mucho tiempo) y una cadenita dorada que se perdía en la frondosidad de su vello pectoral se puso a gritarme, temí sinceramente por mi vida. Afortunadamente Mikheil, que se había dado cuenta de mis idas y venidas al baño, vino en mi ayuda y me defendió (o al menos eso es lo que parecía, ya que las grandes cantidades de etanol que había consumido me dificultaban aún más la inferencia de lenguas extranjeras). Sin embargo no estaba para nada salvado ya que las palabras de mi amigo fueron respondidas por verdaderos gritos de guerra que procedían de la sección más macarra del grupo. Rápidamente quedó claro que no era el momento de dialogar sino que, como si fuéramos opositores o partidarios de Gamsakhurdia (o, lo que es peor, osetios contra georgianos, abjasios contra georgianos o rusos contra georgianos), era necesario apoyar alguno de los dos grupos que se habían formado. Aunque mi posición en el asunto estaba bastante clara, preferí alejarme en la medida de lo posible de aquella explosión juvenil y alcohólica. Mientras daba disimulados pasos hacia atrás, observé con más pavor que sorpresa como aquellos jóvenes universitarios comenzaban a exhibir armas que debían guardar en sus ropas y que consistían en: 1- varios cuchillos de un tamaño más que considerable, 2- pistolas a granel, 3- una  kaláshnikof  y 4- azadones de diversa longitud. Cuando las sillas comenzaron a volar por los aires, me escondí detrás de un árbol, rezando porque se olvidaran del simpático extranjero que había provocado el recrudecimiento de algún tipo de conflicto oriundo de aquella encantadora región montañosa.

No recuerdo cómo acabó todo aquello ni quién, en el fragor de la disputa caucásica, me condujo a la cama. El caso es que, cuando me desperté a la mañana siguiente (con la sensación de que tenía un clavo ardiendo clavado en el cerebro, por cierto), pude comprobar que estaba en la mejor habitación de toda la casa. Tras la ventana se podían contemplar las montañas nevadas y los preciosos prados verdes, un paisaje tan pacífico que hacía que los sucesos de la noche anterior parecieran irreales.

Pero no lo habían sido. Para desayunar una mujer de mirada pétrea me preparó una khachapuri a la que no hice ascos y, mientras la comía, Mikheil apareció por la cocina con la cabeza gacha y el labio partido. Entre su vergüenza, la hinchazón de su boca y la resaca espantosa que debía tener, su inglés se había degradado tanto que entenderlo era una verdadera cuestión de fe. Lo único que me quedó claro, además de que sin duda se trataba de un buen chico, es que después de los excesos de la noche era mejor que me marchara de allí. Yo estaba encantado de hacerlo, ciertamente, así que me dejé acompañar por mi anfitrión y comprobé que en la plaza del pueblo aún quedaban algunos restos de la violencia del día anterior. No logré sin embargo ver a ninguno de los jóvenes que intuía observándome abochornados –y tal vez arrepentidos– detrás de los visillos de aquella viejas casas de madera.

El último recuerdo que tengo de esta particular aventura guarda un regusto de tristeza. Mikheil, guapo a pesar de sus heridas (que conferían, por cierto, una delicado aire de derrota a su gran cuerpo), se despidió con un afectuoso abrazo y una mirada lacerante con la que, a falta de una lengua común, trató de trasmitirme su pesadumbre. Todo era carencia en aquel lugar que, tal vez equivocadamente, identifico con la Georgia de los años noventa. No había casi alimentos, se bebía con la determinación de dejar de pensar y en los paisajes, siempre ruinosos y vacíos, se sentía la transitoriedad de los lugares intermedios; la fragilidad que, aunque no siempre queramos ser conscientes, acompaña en cada momento a nuestra existencia.

Todo esto lo sentí a través de aquel abrazo, y hubiera continuado amarrado a aquel cuerpo fuerte y bonachón que me había salvado la vida si la marshrutka no me hubiera pitado, indicando no solo que este tipo de cercanía física no estaba muy bien vista en Georgia, sino que estaba a punto de emprender el camino que me sacaría por fin de aquellas montañas. Ya en el interior del vehículo, antes de que arrancara y la figura de Mikheil se perdiera en la cruel inmensidad del paisaje, mi amigo me dedicó una última sonrisa. O más bien lo intentó ya que, con los labios amoratados y los ojos entrecerrados por el brillante sol de la mañana, su rostro parecía más bien contraído en una extraña mueca de incomprensión.»

 borrachera

 

 ¿Dónde está este lugar? 

 



Categorías:Caúcaso, Europa, Georgia, Lugares

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10 respuestas

  1. La bondad de los desconocidos anegada en alcohol depara sorpresas. Bienvenidas sean, mientras no se lleven por delante a nuestro ángel, guardián o errante.
    ¡Brindemos por ello!

    გაგიმარჯოთ!

    (gaumarjos!)

  2. jajaja qué buena historia y qué bien contada 🙂

  3. Leer tu relato, evocar de nuevo aquella situación y sentir el regusto de aquel vino agriado en el paladar ha sido todo uno.

  4. entonces no es muy recomendado ir a georgia? xD la verdad es que siempre he querido ir (desde Chile)

    • Pues si quieres ir a Georgia, yo no lo dudaría. El relato habla de los años noventa, que no fueron demasiado buenos para el país. Es cierto que Georgia tiene dos provincias rebeldes e independientes: Abjasia y Osetia del sur, y que estos conflictos no están solucionados, pero en la práctica la situación es muy estable y el mayor problema que puedes tener allí es que alguien te invite a beber y acabes borracha perdida 😉

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