Estoy seguro de que vosotros, queridos lectores, habréis sufrido en más de una ocasión algún trayecto del infierno. Asientos infames, retrasos injustificados, temperaturas enfermantes y/o conductores suicidas son algunos de los rasgos más comunes en este tipo de recorridos que, a pesar de lo que nos hacen sufrir en el momento, nos sirven después como socorrida anécdota o incluso como entrada de blog.
Como ya vais sabiendo, lo de los viajes infernales es casi tradición para mí, y mi espalda puede dar sobrados testimonios de ello. Durante mi periplo al origen del turquismo viví unos cuantos trayectos destructivos, pero lo que no sabía es que mi top-5 de recorridos satánicos iba a parecer una broma al lado del trayecto que me aguardaba en Mongolia. Fue un viaje de autobús entre Ölgii y Arvaikheer, a unos 1400 km de distancia uno del otro. A continuación encontraréis una crónica detallada de los momentos más trepidantes de esta particular odisea con la hora aproximada a la que sucedieron. Creedme si os digo que fue peor incluso de lo que parece.

El autobús donde realicé tan infame travesía. La puerta de atrás no se abría, por cierto.
día 1
14.15
Aunque sé que los autobuses en Mongolia no son nunca puntuales, decido ir un poco antes para tratar de asimilar lo que ya intuyo que va a ser un viaje complicado. El autobús que encuentro es bastante cutre (véase la foto), y cuando doy mi mochila al conductor veo con estupor que la coloca directamente en el pasillo por donde pasa todo el mundo. Me apresuro a sacar de ella todo lo que se pueda romper (todo menos un bote de crema que efectivamente acabará reventando). Durante todo el viaje iré viendo como la mochila cambia de forma por la presión que le imprimen las pisadas y se va llenando de polvo hasta resultar irreconocible del resto de los bultos.
15.00
Sorprendentemente casi todo el mundo está ya subido al autobús. Este tiene el motor encendido aunque aún no se ha puesto en marcha. Compruebo que tal y como sospechaba me ha tocado el peor asiento de todos. Y no exagero. Es un asiento central en la última fila que, además de ser la que más rebota por los baches, está un poco elevada y mucho más cerca del techo. Esto, unido a mi altura, hará que durante el viaje me golpee en numerosas ocasiones la cabeza. Además, al encontrarse justo en medio, no tengo muchos lugares en los que apoyar la cabeza, que acabará reclinándose indefectiblemente sobre alguno de mis compañeros de viaje. Al menos, pienso, puedo estirar las piernas, pero pronto descubro que el cutre-asiento-plegable que hay delante del mío también está ocupado y que ni siquiera esta mínima comodidad me ha sido concedida.
15.15
Como si no estuviera claro que hay cuatro personas que aún no han ocupado su asiento, una mujer con pinta de institutriz pasa lista a los pasajeros. A todos menos a mí, pues mi nombre debe de parecerle muy difícil de pronunciar. En cualquier caso es fácil localizarme pues soy el único extranjero de todo el autobús. Lo de pasar lista queda un poco de colegio, pero en el fondo resulta muy apropiado pues el 90% de los pasajeros son estudiantes que vuelven a la capital para empezar la universidad. Prácticamente todos son de etnia kazaja así que a veces puedo entenderme un poco con ellos en turco, idioma que algunos hablan.
15.20
Al fin sale el autobús. Veinte minutos de retraso es muy poco, así que empiezo a sospechar que algo va a suceder. En el primer cruce un coche prácticamente nos embiste y el autobús tiene que detenerse. Es uno de los cinco pasajeros que falta, un señor con pinta raruna y una gorra muy bonita del REAL MARID (en serio). Este hombre acabará gritando enloquecido unos días después en mitad de la nada, pero esa es otra historia.

Gorra del Real Marid y aspecto general del vehículo. Entre los asientos se ven las mochilas.
15.25
El autobús sigue su camino, pero por poco tiempo. Se detiene en la estación de servicio y, mientras llenan el depósito y el tiempo pasa con desesperante lentitud, aparecen los tres pasajeros que faltaban. Mi idea de acoplarme en alguno de los asientos vacíos (un poco más cómodos que el mío) se desvanece de un plumazo.
15.30-16.30 (aproximadamente)
Parece que el autobús va por fin a emprender el largo viaje, pero en su lugar se detiene en una especie de descampado donde los conductores se ponen a revisar que todo esté en orden. Encienden el motor, comprueban las gomas, dejan pasar el tiempo… Con la autoridad que me da el haber sido mochilero en Mongolia, puedo decir que lo normal allí no es hacer la revisión al vehículo antes del viaje (lo que sería más práctico, en mi opinión) sino, como en este caso, cuando todo el mundo está ya subido. Me sorprende que nadie proteste ante este tipo de situaciones. Yo, por extranjero, tampoco lo hago.
16.30
Parece que la cosa avanza. El autobús se pone al fin en marcha una hora y media después de la hora acordada, lo que no es tan malo. Salimos a la carreterra donde nos espera el otro vehículo (los autobuses por seguridad siempre viajan de dos en dos). También nos espera un grupo de chavales que van a venir con nosotros a pesar de que no queda ya ningún asiento libre. Lo harán en el pasillo, que como ya sabéis está cubierto con las mochilas y bolsas de los tripulantes. Parece incómodo, y de hecho tienen que estar unos sobre otros, pero por un momento, y dado lo empotrado que me encuentro, casi les envidio.
16.40
Empiezo a pensar que por fin nos hemos puesto en marcha. Sin embargo, no hemos hecho ni 5 km cuando aparece un coche de policía y para el autobús. Los policías suben, hacen fotos y comienzan a hablar con los conductores. Yo aprovecho para salir a mear junto al resto de los pasajeros. Como no hay árboles ni nada para cubrirse, las mujeres y los hombres escogen cada diferentes lados de la carretera para hacer sus necesidades. Es la única intimidad que les permite la estepa. Mientras orino y pienso en estas y otras cosas, noto que mi estómago, que lleva días dándome algunos problemas, comienza una vez más a protestar. No es exactamente hambre sino más bien un malestar producido por la dieta basada en carne rancia y pasta que durante las últimas semanas me he visto obligado a seguir.
16.50
Los policías por fin terminan de hablar con los conductores y se van. Nos subimos en el bus.
17.00
El autobús arranca, pero en lugar de seguir adelante da la vuelta para volver a la ciudad. Gracias a una capacidad comunicativa que no conoce fronteras, consigo entender que la policía nos ha pillado llevando a unos polizones sin asiento (los chavales del pasillo) y que ahora tenemos que ir a la comisaría. Nadie protesta, lo que me sigue produciendo una gran perplejidad.
18.00
Los conductores han entrado en el cuartelillo y no parece que vayan a salir en breve. Yo trato de meditar, pero no logro concentrarme. Me desespera ver que el tiempo pasa sin que logremos ponernos en marcha. Mi estómago, que va por libre, ha comenzado además su revolución particular y empieza a dolerme con ganas.
19.00
Al fin parece que la cosa se ha arreglado y podemos seguir nuestro camino. Los chicos que ocupaban el pasillo han desaparecido, pero unos kilómetros más para allá los encontramos de nuevo y vuelven a subirse ilegalmente en el autobús. A mí, con tal de que sigamos, todo me da ya igual. En la carretera nos encontramos también con el otro autobús que ha debido de estar esperándonos hasta ahora para salir. Parece que después de cuatro horas podemos al fin comenzar el viaje. Así sucede.
19.25
La carretera desaparece y comienza un camino repleto de baches. Me choco contra todo y contra todos, aunque según pasa el tiempo me voy haciendo insensible y mi cuerpo se abandona por completo a las sacudidas. Esto suena mejor de lo que es.
19.35
La tensión acumulada, la incomodidad y la dieta anteriormente aludida empiezan a pasarme factura y se producen dolorosos retortijones en mi estómago.
22.00
Paramos a comer en unas casuchas en medio de ningún lugar. Yo solo bebo agua. Compruebo una vez más que los «restaurantes de carretera» de Mongolia no tienen baños. Lo bueno es que ya es de noche así que puedo alejarme un poco y vaciar mis intestinos en la oscuridad. Tal y como sospechaba, mi estómago está hecho un cisco. No deja de sorprenderme que a pesar de su poca consistencia las deposiciones vengan acompañadas de explosiones gaseosas de gran intensidad.
22.45
Mi estómago no deja de dolerme, pero al menos me siento algo mejor. Eso sí, he decidido que solo beberé agua hasta que me recupere.
día 2
00.20
Después de kilómetros valorándolo, llega al fin el momento de urgencia gástrica en el que tengo que pedir de cualquier manera que el conductor pare el autobús. Da un frenazo, enciende la luz y, ante la cara somnolienta y sorprendida del resto de viajeros, voy sorteando cuerpos y pisando más de un brazo hasta llegar a la única puerta, en la otra punta del vehículo. Cuando al fin salgo, el frío incide directamente en mi estómago acelerando el proceso de descomposición aludido anteriormente. Como ya he dicho, los mongoles hacen sus necesidades a un lado o a otro de la (ejem) carretera, dependiendo de su sexo. Yo no puedo alejarme demasiado y acabo por error en el lado de las mujeres. Por otra parte, la naturaleza más bien árida de Mongolia no ofrece ningún tipo de protección visual, así que ejecuto ese acto que en Europa consideramos íntimo delante de todo el mundo. Es de noche, eso sí, y no creo que puedan verme el culo. Lo que sí que seguramente han percibido, al menos auditivamente, ha sido la cantidad de gases que mis intestinos expelen con gran algarabía. Estoy tan cansado y débil que todo me da igual. Además los mongoles son un poco salvajes, me digo, así que deben de estar acostumbrados a todo esto. Como si se tratase de un castigo del Dios de las estepas (de nombre Tengri) un agudísimo retortijón puntualiza mis reflexiones eurocéntricas.
1.00
Pasamos el primer pueblo, lo que da sensación de que a lo tonto vamos avanzando. Sin embargo, y en contra de lo que les sucede al resto de los pasajeros, dormir en el autobús es una tarea más que imposible para mí. Los baches son numerosos y se sienten mucho más en los asientos de atrás. Además, los dos compañeros que me rodean (a uno de ellos le huele el aliento a cordero muerto, por cierto) se chocan todo el rato conmigo en un movimiento incesantemente incómodo (o incomodamente incesante). Por último, y como ya he dicho, no puedo estirar las piernas porque hay un tipo sentado delante de mí. En cualquier caso, he de reconocer que la naturaleza es sorprendente y caigo por momentos en una especie de sopor que era es más parecido al sueño que experimentaré en todo aquel viaje de mierda.
5.30
Amanece, que no es poco. El conductor parece confuso y al final llega a la conclusión de que nos hemos perdido. Damos la vuelta.
7.00
Estamos en una estepa interminable. El Gobi no debe de andar lejos. Paramos a unos tipos que pasan por allí y que sí que parecen saber el camino. Nos indican por donde ir: campo a través. Cuando le pregunto a uno de mis compañeros (que sabe turco e inglés) por qué el bus no tiene GPS me mira sorprendido y repite para sí mismo con cara de revelación: “GPS”.
9.30
El autobús intenta atravesar un charco y pega un bandazo que casi me hace salir despedido. El vehículo se ha quedado atrapado en el barro.
9.45
Mientras piensan cómo sacar al autobús de allí, camino un kilómetro hasta encontrar unos precarios arbustos donde vaciar una vez más mis intestinos. Aunque no hay mucho que vaciar pues desde hace horas solo tomo agua. Empiezo a sentirme capaz de completar el viaje sin comer, ni dormir, ni sentir, abriendo un paréntesis en mi existencia en el que ser solo un bulto que viaja. En el que tal vez ni siquiera ser.

Tratando de sacar el autobús del barro. Yo, por extranjero y enfermo, tenía excusa para no ayudar.
12.30
Como no logran sacar al bus de allí, aprovecho para descansar tumbado en los asientos. La mayoría de la gente ha dejado el vehículo, con lo que puedo dormir un rato. Fuera, unos chicos han sacado la guitarra y cantan alegremente sin el menor gesto de cansancio o hastío en sus rostros. Las chicas, que lo primero que han hecho esta mañana ha sido acicalarse y maquillarse, parecen estar marujeando entre ellas. Esta costumbrista estampa tiene lugar a kilómetros y kilómetros de cualquier centro habitado.
13.00
Después de un arduo trabajo colocando unas enormes piedras bajo las ruedas que sabe dios donde habrán encontrado, logran sacar el autobús del charco empujándolo entre todos y ayudados por la tracción del otro autobús. Felicidad máxima. Seguimos el viaje.
14.30
Nos detenemos. Hace tiempo que hemos perdido de vista al otro autobús. Nos damos la vuelta.
15.00
Encontramos al otro autobús averiado. Da la sensación de que es algo grave. Esperamos.
15.45
Después de arduas deliberaciones se decide que todos los pasajeros del autobús averiado pasen al nuestro. Afortunadamente dejan el equipaje allí. Si nuestro autobús ya estaba cargado, imaginaos lo que es con el doble de pasajeros. A mí me da por pensar en avalanchas y lentas muertes por asfixia. Es una idea lúgubre, lo reconozco, pero al menos me permite olvidar la guerra que me está dando el estómago.

Autobús repleto. El de la derecha es al que le olía el aliento a cordero muerto. La de la izquierda venía del autobús averiado y no tenía el gusto de conocerla.
17.00
Llegamos a unas yurtas-restaurante en medio de una estepa polvorienta. Miro el mapa y al ver que en un día hemos hecho apenas un tercio del trayecto me desespero. Mis compañeros de viaje, que parecen muy alegres y nada agobiados por la situación, piden comida en cantidad. El lugar desprende un tufo a carne podrida que no parece muy seductor, así que decido no comer nada a pesar de que empiezo a tener algo de hambre. Al final de casi una hora llega por fin esa pasta que comen tanto en Mongolia y que sigo sin entender por qué no la cuecen suficiente. Tampoco por qué no la preparan con antelación y así no tendrían que hacerla cada vez que alguien la pide (no me refiero al acompañamiento sino a la pasta en sí). Me siento junto al resto sin hablar pues no entiendo su idioma. Consciente de ser raro a demás de extranjero, me como una zanahoria y un par de manzanas que he traído. Es el primer alimento sólido que tomo en mucho tiempo.
18.45
Parece que al fin nos ponemos en marcha. La solución parece ser dejar a los del autobús averiado en aquel poblacho polvoriento a la espera de que llegue un autobús de sustitución. No quiero imaginar el tiempo que eso va a tardar en suceder. Por nuestra parte, nuestro autobús va a seguir el recorrido. Me despido de unos australianos que iban en el autobús averiado sintiendo por primera vez durante todo el trayecto que he tenido algo de suerte. Nos ponemos efectivamente en marcha. Empieza a anochecer.
20.00
La segunda noche se presenta aún más dura que la anterior. Mi capacidad de aguante es practicamente nula y los baches siguen siendo tenaces. Son tan numerosos que a veces la carcasa del autobús retumba como si fuera una ametralladora. Pienso que este autobús dejará una huella imborrable en mi vida, que será tal vez mi Vietnam. Además hay una cosa que no entiendo y es que, aunque fuera hace un frío invernal, hay gente que abre las ventanillas haciendo que los que vamos detrás nos congelemos. Paso el viaje pidiendo a una chica en concreto que cierren la ventanilla. Qué pesados que somos los guiris, debe de pensar. Y qué flojos.
día 3
1.50
Paramos en un lugar muy extraño. O a lo mejor es que el cansancio provoca que todo me parezca irreal. Se trata de un núcleo de yurtas y restaurantes en medio de la nada con algunos supermercados con luces que parecen sacadas de las Vegas. Eso sí, si entras en alguno de ellos encontrarás unas tienduchas oscuras y frías con unos pocos productos polvorientos en las baldas. Hay mongoles vestidos con la batamanta, ese vestido típico que tanto me gusta. Me aparto un poco y hago la posición yóguica del perro para ver si se me acaba de arreglar el estómago. Creo que está algo mejor.
1.55
Me meto en una de esas yurtas y me tumbo al lado de mis compañeros de viajes mientras comen. Aturdido y cansado, con los ojos entrecerrados, les escucho hablar y sorber el té con leche y la sopa. Son mucho de sorber estos mongoles, me digo para mis adentros. Es raro, pero me siento bien en esa situación tan poco habitual: lejos y solo entre gente extraña, en un lugar indeterminado, en mitad de la noche. Por otra parte, después de tantas horas compartiendo viaje, empiezo a conocerlos y sentir algo de ternura por ellos.
2.30
Seguimos el camino. Más baches del horror.
6.00
Llegamos a un pueblo y la carretera de Ulanbaator. A partir de allí el resto de camino será por una pista asfaltada lo que mejorará mucho las cosas.
13.00
En un santiamén llegamos a Arvaikheer, el pueblo donde me bajo. Me despido de mis compañeros de viaje, sobre todo de uno de ellos que habla turco e inglés y al que veré después en Ulán Bator, que es adonde se dirige el autobús. Cuando se van definitivamente me siento un poco desubicado. Apenas tengo fuerzas y además estoy una vez más en ninguna parte. Para rematar, y aunque estemos a finales de agosto, hace un frío espantoso. Busco en las calles desiertas un hotel o algo que se le parezca donde tumbarme y esperar a que mis pensamientos y mi estómago se asienten. Mientras camino, mi mente agotada me hace pensar en distancias infinitas y vacías, en vegetales frescos y en el síndrome de Estocolmo. Porque sí, amigos, me siento también algo triste. Y sospecho que es porque al fin se ha acabado el peor viaje de mi vida.
No sé cuántos ataques de ansiedad en cadena me habrían dado durante ese trayecto. Cruzar Mongolia, o una parte de ella, en autobús es peor que cruzar la selva andando, donde al menos se puede orinar detrás de un árbol. Un relato más escalofriante que cualquiera de E.A. Poe.
Jajajajjaja pobre. Me hizo mucha gracia y entretenido en mi viaje en autobús tmb. Cuantas historias en bus se me vienen a lañ mente. 🤣