La más trágica y cómica de todas mis tragicómicas aventuras comenzó en Ölgii, capital del aimag de Bayan-Ölgii, una de las más provincias más remotas de la ya de por sí remota Mongolia. Situado en la esquina oeste del país, y con unas comunicaciones casi inexistentes, Ölgii es un reducto de la etnia kazaja que, curiosidades de la vida, ha preservado sus costumbres allí mucho más que en el vecino Kazajistán. En aquel lugar sin un triste monumento, sin apenas gente en sus calles y donde prácticamente todo cerraba a las seis, pasé nada menos que cuatro días. Y no, no es que sea un masoquista (aunque también tengo algo de esto). Tuve que esperar todo ese tiempo para lograr el permiso que me permitiría visitar el objetivo más importante de todo mi viaje: el macizo de Altái, el lugar del que la leyenda sitúa el origen de los pueblos turcos y que da nombre a su amplia familia lingüística.
Durante los días que estuve en Ölgii no hice mucho más que dormir, comer e intentar hacer gestiones para mi viaje. Sí, me he expresado perfectamente: tratar de hacer gestiones. Como ya he contado anteriormente, Mongolia no es el lugar apropiado para amantes de la organización, y, a pesar de que había algunos turistas, no resultaba nada fácil preparar un viaje hasta el Altái. La mayor compañía turística tenía esos horarios absurdos de Mongolia que resultan impredecibles salvo por tres cosas: 1. abren más tarde de lo que crees posible, 2. cierran antes de que te des cuenta y 3. entre medias hacen varias pausas aleatorias. Por si fuera poco, cada vez que pasaba por la oficina y tenía la suerte de que se encontraba abierta, no me hacían el menor caso. Para alguien que viene de una cultura capitalista resultaba incomprensible que un cliente potencial fuera tratado con tanto desprecio. En cualquier caso, si nos atenemos a la lógica del mercado podían hacer lo que les viniera en gana. La otra agencia de Ölgii (más eficiente según la guía) había cerrado durante una semana, en el mes con más turistas del año, sin dejar ni siquiera una nota en la puerta…
Después de numerosas visitas a la oficina y tras hablar varias veces con todos y cada uno de los empleados, fui poco a poco entendiendo cómo podría llegar al Altái y gestionar el permiso. Como era de esperar, viajar solo hasta allí no era nada barato (Mongolia no es barata en general, pero esto fue lo menos barato de todo), así que lo primero era encontrar compañeros de viaje. De esta manera, a los intentos de hacer gestiones se sumaron también mis intentos por hacer amigos, igual de infructuosos que los anteriores. Primero convencí para compartir gastos a unos australianos muy simpáticos, pero de repente les dio miedo el frío y se marcharon a otras montañas más accesibles. Después aparecieron unos jóvenes israelíes de “viaje de fin de mili”, y después de discutir durante horas planes de viaje y haber acordado irnos juntos, aparecieron otros jóvenes israelíes en su misma situación y pasaron de mí. Creo que no hubo más, pero en cualquier caso estos reveses me hacían dudar de que lograría llegar alguna vez hasta el Altai, el objetivo de todo mi viaje, al tiempo que me hacían plantearme si viajar tanto tiempo solo había acabado con mis capacidades de sociabilización.
Sin embargo, este no era el mayor de mis problemas. A causa de un exceso de literatura, imaginación y falta de realismo, había decidido irme a un sitio de alta montaña con escasas prendas de abrigo y, lo que era aún más dramático, sin una tienda de campaña ni saco de dormir. En contra de mis pronósticos no había nadie allí que pudiera alquilarme esta equipación, así que si no quería dormir a la intemperie debía buscar alguna solución.
Por fortuna, en uno de mis momentos de mayor ansiedad, apareció por allí Arnau, un simpático catalán que dormía en el mismo campo de yurtas que yo y llevaba más de un mes recorriendo Mongolia solo y en bicicleta. Durante aquel largo fin de semana le confié todos mis problemas, y no solo porque viniéramos del mismo país (llámenlo estado si así lo prefieren), sino porque desde el principio me inspiró confianza. Además, sus fatigosas luchas contra la estepa le habían dotado de una tranquilidad y sabiduría que ni mi profesor de yoga. Fue él que una tarde, con acento del Alt Empordà, me dijo muy solemne: “tú has empezado este viaje solo y solo tienes que terminarlo”. Y vi que, aunque supusiera un gasto más que extra, tenía toda la razón. También fue él el que me sugirió que para encontrar los artículos de montaña me acercara al mercado. Y en esto, aunque no sé si fue una buena idea, le hice caso también.
De esta manera, a la mañana siguiente nos acercamos los dos al mercado, que no abrió, como casi nada en Ölgii, hasta después de las once. Para los que no lo sepáis, los mercados en Mongolia no tienen nada que ver con los atmosféricos bazares de Oriente Medio, y se tratan más bien una explanada medio vacía con contenedores que se usan como tiendas. Estos establecimientos son la antítesis de un centro comercial y solo hay un tipo de mueble, un modelo de calefacción para la yurta y una única marca de moto (sí, venden motos en los mercados). De esta manera, encontrar algún artículo de montaña allí era una verdadera quimera, y yo ya había desistido cuando vimos que en una tienda vendían carpas y sacos a un precio más que módico. Estaba salvado, o eso es lo que al menos creía.
Aquella misma tarde hablé con los de la agencia y les dije que estaba preparado para ir al Altai. Sí, solo, pues solo había empezado este viaje y solo debía terminarlo, les solté sin que viniera mucho a cuento. Ellos me dijeron que en cuanto tuviera el permiso del gobierno, allí que me podría ir y, sin ninguna emoción, me dijeron que probablemente estaría arreglado para el lunes, cuando abría la comisaría. Y después me dedicaron una mirada triste o extraña. Yo sabía que nadie, ni siquiera Arnau, entendía por qué estaba haciendo todo esto. Pero para mí llegar al Altái, el final de mi viaje, se había tornado una completa obsesión. Era la única manera de que todo aquel periplo por Asia Central cobrara un sentido o, si no, que al menos pudiera salir de él un relato coherente.

Prendas con las que pretendía vencer al frío polar. Tenía también pantalones, un jersey y un abrigo, pero no tan gruesos como imaginaba.
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