Tal y como conté en la entrada anterior, mi viaje al Altái comenzó un lunes de agosto cuando al fin conseguí el permiso para visitar el parque nacional de Tavan Bogd, en la frontera con China, Rusia y Kazajistán. Fue entonces, ya con el papel en la mano, cuando conocí a Aybek, quien sería mi conductor. Este hombre, un kazajo gordinflón y cara simpática, no hablaba inglés, pero sí turco, lengua que había aprendido trabajando de profesor de educación física en la escuela turca de Ölgii y que me permitió comunicarme con él.
Después de presentarnos me llevó al que sería mi medio de transporte al Altái: una de esas furgonetas soviéticas que siguen resistiendo al avance del tiempo y la tecnología. A pesar de la fascinación que me despiertan estos vehículos, me sentía un poco ridículo utilizando semejante mamotreto yo solo. Nunca habría pensado que la épica podría tornarse tan fácilmente en una imagen grotesca, pero lo cierto es que nada de esto era nuevo para mí. Como bien sabéis, amigos y seguidores, mis arriesgadas aventuras postmodernas consisten en luchar un poco contra los elementos y un mucho contra mi mismo. Solo cuando salimos de Ölgii y entramos en aquellas inmensas extensiones que componen la mayor parte de Mongolia pude relajarme y, al menos por un rato, conseguí deshacerme de aquellos aguzados pensamientos que me hacían plantearme una y otra vez la pertinencia de todo lo que estaba haciendo.

Esta es la famosa furgoneta rusa UAZ-452. Y mi también conductor y su pequeña hija frente a la Nada mongola.
Después de una hora más o menos pasamos un pueblo donde compramos agua y después nos encontramos con el primer resto túrquico de la jornada. Se trataba de un balbal, una de esas esculturas en piedra que marcaban los puntos de enterramiento de los primeros turcos. Al verlo tuve la sensación de que estaba entrando en el territorio mágico y originario que llevaba meses buscando y que la narrativa de mi viaje empezaba a cobrar sentido. Estar en medio de aquella estepa tan desolada como luminosa frente a aquella escultura que, muda e inmóvil, llevaban siglos y siglos en el mismo lugar, provocaba en mí sublimes sentimientos que ríete tú de los pintores románticos.

Balbal turco. Me gustaría saber qué es lo que tiene entre sus manos, seguramente (y aunque pueda parecer otra cosa) algún tipo de ofrenda a Tengri, el dios de los primeros turcos.
En el siguiente pueblo (sigo pensando que definir como pueblo a las poblaciones mongolas es un tanto grandilocuente, pero va) paramos en la casa del conductor para dejar a su hija, que hasta el momento nos había acompañado. Allí conocí a su mujer y a parte de su familia. Otro turista habría protestado por esta parada extra, pero a mí me pareció bien. Además me ofrecieron algo de comer y uno de esos tés con leche y sal que, por mi salud, evité probar. Me preguntaron si estaba bien equipado para el frío, a lo que yo dije que sí sin tener ni idea de lo que me esperaba. El resto del viaje me arrepentí de mi decisión porque a lo mejor aquella simpática familia me habría podido dejar una de esas batamantas con la que se protegen del frío los mongoles (y también los kazajos que viven en Mongolia, como era el caso).
En cualquier caso no nos quedamos mucho tiempo allí y en un rato ya estábamos en camino. El viaje duraría unas seis horas y durante este tiempo fuimos alejándonos de la precaria civilización mongola para penetrar en una naturaleza cada vez más salvaje y amenazadora. Naturaleza o (también podría llamarse así) la nada, ya que la llanura que recorríamos tenía muy poca vegetación y consistía básicamente en una aterradora porción de vacío.
Sin embargo, lo que más me interesaba eran las marcas que en aquel paisaje alucinante habían dejado los primeros turcos. Durante el trayecto encontramos grupos de rocas que marcaban viejos enterramientos y también una escultura muy particular con una parte de piedra blanca y la otra negra, tal vez un símbolo de una primitiva cosmogonía dual. Allí estaban el día y la noche, el hombre y mujer, el bien y el mal; un círculo y un rostro. Por mi parte, tal vez autosugestionado, cada vez más sentía que aquel viaje también hablaba de la división que siempre había sentido. Mi deseo de estar solo, mis ansias por compartir este momento, la sensación de que no pertenecía a aquel paisaje, la certeza de que efectivamente estaba llegando al territorio esencial y primigéneo que llevaba mucho tiempo buscando.

Solitarias esculturas duales. El misterio nos rodea.
Después de esta parada seguimos nuestro camino entre las rocas y riachuelos hasta el frío y oscuro valle de Tsaagan Salaa, un lugar sagrado al que había insistido en visitar a causa de sus petroglifos. ¿Petroqué?, os preguntaréis. Pues los petroglifos (término procedente de las palabras griegas petros (piedra) y glyphein (tallar)) no son mucho más que relieves dibujados en la roca. Como tantas cosas en Mongolia, no se sabía muy bien quién los había hecho, cuándo ni por qué, pero siendo Altái el lugar originario de los diferentes pueblos túrquicos era lógico pensar que habían sido arcaicos sacerdotes prototúrquicos.
Estoy casi seguro de que muchos de vosotros no os embarcaríais en una aventura tal para ver unos pequeños relieves de animales, pero en mi opinión estas obras al margen de la historia (y por tanto de cualquier explicación racional), resultan verdaderamente significativas. Al contrario de lo que pasa con la mayoría de las imágenes que consumimos a diario, el arte primitivo no genera significados. Ni siquiera utiliza nuestros referentes visuales, tan saturados que ya parecen gastadas fotocopias. Vinculadas con ritos primitivos perdidos para siempre, las sencillas imágenes del hombre primitivo nos ayudan a desnudar nuestra percepción quitándole capas y capas de pesada cultura. Me dieron ganas de pasear durante horas entre aquellos petroglifos y lo habría hecho si no hubiera sido porque el frío que hacía era capaz de doblegar al místico túrquico mejor plantado. Además Aybek, en nada interesado en estas cosas (y algo enfadado por haberle hecho tomar el camino más largo y difícil para ver aquellos relieves) me estaba metiendo prisa para continuar.
Así que subimos de nuevo a la furgoneta y seguimos adelante hasta que el valle sagrado de los petroglifos acabó abruptamente. Rebotando entre las rocas (resulta increíble el aguante que tienen esas furgonetas soviéticas) empezamos a descender hacia un río al tiempo que el viento se puso a soplar con fuerza. Fue en ese instante donde tuve la primera visión del Tavan Bolg, el nombre que se da a la parte del Altái a la que nos dirigíamos. Aquellos picos negros y amenazadores, además de una verdadera fuerza telúrica, irradiaban un frío bastante serio. Entonces empecé a sentir que una vez más, y sin ayuda de nadie, me había metido en un marrón. Un marrón místico, pero marrón al fin y al cabo. Si cuando me fui a vivir a Turquía hubiera pensado que mi vinculación con su cultura me iba a hacer terminar helado de frío buscando el alma turca en unas lejanas montañas de Mongolia no me lo habría creído. Y eso, o algo muy parecido, era lo que debía de estar haciendo en aquel momento en el lugar más remoto donde nunca he estado. (continúa la semana que viene)

Primera visión del Tavan Bogd. La próxima vez que me entre una querencia mística, en lugar de irme hasta Mongolia me uno a alguna cofradía rociera, que son menos sufridas.
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