Ciertamente esperaba algo más por treinta y tantos euros. Es verdad que los trenes transfronterizos son más caros, pero nunca había pagado tanto por un medio de transporte en Uzbekistán. Además, mi cama estaba en uno de aquellos vagones sin compartimentos, con filas de tres literas a un lado más otras dos literas en el pasillo, bastante incómodos para los que somos altos pues, (1) o no cabes en absoluto o (2) los pies se te salen y suelen ser golpeados durante la noche por la gente que va al baño. Pero lo que me desanimó finalmente, además de las incomodidades del viaje, fue el ambiente sombrío con el que me encontré. Era el único turista en todo el tren y el resto de los viajeros, o al menos los de mi compartimento, eran uzbecos con aspecto humilde y rostro angustiado que se dirigían a trabajar a Kazajistán. O a Rusia. Nunca pude saber donde iban pues, cuando les daba un mapa para que me lo indicaran, no lograban situar ni siquiera la capital de su país.
El tren partió puntual, pero se detuvo en menos de media hora. Sabía que Taskent estaba cerca de la frontera con Kazajistán, pero no imaginé que tanto. El revisor pasó por el vagón y nos repartió un papelito que debíamos rellenar para salir del país, muy similar al que había tenido que completar a la entrada y en el que debías indicar cosas tales como la cantidad de dinero que llevabas encima. Lo importante, ya me lo habían explicado todos los turistas con los que me había cruzado, era que no escribieras bajo ningún concepto que tenías más dinero del que habías declarado al entrar. Ignorando tal vez la existencia de bancos y cajeros automáticos en el país, la ley consideraba que abandonar Uzbekistán con un excedente de divisas era una especie de robo y se rumoreaba que, si te pillaban, no solo te requisaban el dinero extra sino que además podían llegar a multarte. Yo por si acaso, y dado que llevaba bastantes más dólares que los que había traído, me había metido los billetes sobrantes debajo de las plantillas de las zapatillas, con lo que me sentía aún más apegado a ellas que de costumbre. Sin embargo, con el tren detenido y sin aire acondicionado, llevarlas puestas hacía que mi temperatura corporal hubiera subido hasta el punto en el que en la ropa encharcada se te pega al cuerpo a lo miss camiseta mojada.
Durante las horas que estuvimos allí (sí, horas), pasé por diferentes estados de ánimo sin dejar de sudar en ninguno de ellos. Primero sentí un poco de pena por mis compañeros de viaje. Les veía muy limitados y no creo que hubieran recibido la más mínima educación en su vida. No solo habían sido incapaces de interpretar un mapa de su región, sino que tenían serias dificultades para leer el ruso y completar los papeles para salir del país. Como el mío estaba escrito en inglés, y gracias a los avances en mi interlengua (véase capítulo anterior), les pude ayudar un poco, lo que me hacía sentir bastante ridículo ya que al fin y al cabo el guiri era yo. Después, este sentimiento de pena se tornó en incomodidad. En un momento en el que me sentía muy apegado a ellos, les ofrecí un melocotón y aceptaron mi ofrecimiento a la primera y en grupo, vaciándome la bolsa en un minuto y dejando solo uno para mí: el pocho. Estaba un poco molesto, la verdad, pues me apetecía mucho comerme melocotones frescos con tanto calor, pero pronto comprendí que su concepto de cortesía difería del mío. En general aquellos uzbecos me pedían las cosas (sobre todo mi navaja, que parecía ser la única del vagón y pasaba de mano en mano) de una manera directa, sin un rajmet* ni una sonrisa. En un momento dado, por ejemplo, decidieron entre todos que mi botella de agua iba a ser utilizada para escupir los restos de esa especie de tabaco que mascaban sin parar y, sin esperar a que les dijera que efectivamente podían hacerlo, me arrebataron la botella y comenzaron a vaciar en la suya el agua que contenía. Me vi obligado a hacer un esfuerzo integrador para aceptar esa imposición. A partir de ese momento, y dejando a un lado mis escrúpulos, tuve que beber de su botella cada vez que tenía sed.
Pero la inquietud no fue el único sentimiento que experimenté en aquella calurosa espera. Cuando aparecieron los policías uzbecos comencé a sentir también asco. Los gendarmes en cuestión eran dos: una mujer regordeta y un hombre sin atributos destacables, y creo recordar que iban con un perro. Al hombre le hizo gracia mi interlengua, sobre todo cuando al registrar mi mochila le dije que en ella bomba yok y cocaína yok**. La mujer, sin embargo, no parecía profesar el mismo aprecio hacia mí y se dedicaba a corregirme cada vez que abría la boca, respondiéndome siempre en ruso, idioma que era evidente que entendía bastante peor que el uzbeco. Si a mí ya me imponían aquellos dos policías, no quería ni imaginar lo que deberían sentir mis compañeros inmigrantes que se dirigían a trabajar a algún lugar indeterminado de la estepa. Aunque he de decir que, como una Viridiana cualquiera, después de mi experiencia con los melocotones, la navaja y la botella de agua no sentía la misma pena por ellos. En la semioscuridad del tren, tratados con desprecio por los policías, eran seres derrotados desde mucho tiempo antes. Pero aunque parecieran insensibles, lo cierto es que los golpes les habían ido dejando huella. Cuando los policías se marcharon y el vagón quedó en silencio, pude percibir que, junto al olor pesado del sudor y la comida, se percibía también un evidente aroma a resentimiento.
Pero parecía que, a pesar de todo, la cosa iba bien. Los policías me devolvieron el pasaporte con el sello de salida de Uzbekistán y nadie había encontrado mis dólares no declarados. En cuanto los agentes se marcharon y el tren volvió a arrancar, aproveché para ir al baño en el que, al borde del desastre higiénico, logré sacar los dólares de debajo de mis plantillas y guardarlos en un sitio más apropiado. Después me puse las chanclas y, mucho más feliz y fresco, volví a mi camastro para tratar de comer algo, tal vez mi melocotón pocho. Sin embargo, antes de que abriera la mochila, el tren volvió a detenerse, esta vez en la frontera con Kazajistán. Al rato parecieron los dos policías kazajos de rigor, mucho mejor alimentados y con un aspecto más oriental que sus análogos uzbecos. Uno de ellos recordaba enormemente a Kim Jong-un, el dictador de Corea del Norte, y al tiempo que solicitaba nuestros pasaportes, y sin dejar de esbozar una sonrisa, nos pidió también dinero, en mi caso algo con muchos ceros. En ese espacio transfronterizo en el que nos encontrábamos nunca llegué a saber si se refería a dólares, a tengeso a soʻm. Lo más probable es que me pidiera rublos pero obviamente, sobre todo después de haber pagado una visa carísima en la embajada de Kazajistán en Madrid, no le di ni un céntimo de esta moneda de la que además carecía. Mis compañeros, sin embargo sí se rascaron el bolsillo en busca de su favor. Uno de ellos, y esto me reconfortó, había guardado su dinero como yo, debajo de la plantilla de su zapato. Me dio mucha pena ver como le daba dunos billetes sudados al hijoputa del Kim Jong-un y observar después, cuando el gordo le pedía más, como le mostraba su zapato vacío. Al final, sin insistir demasiado, el policía corrupto se marchó para continuar recolectando pasaportes y sobornos y dejó paso a su compañero, un poco más agradable, que nos obligó en esta ocasión a vacíar las maletas. O, mejor dicho, les obligó. Mi mochila la miró someramente, pero el resto tuvo que sacar toda la ropa del equipaje y dejarla colocada en cualquier rincón para volverla a meter cuando a él le venía en gana. Ver tantos abusos de poder me estaba sacando de quicio y el asco estaba pasando a convertirse en un verdadero odio hacia todos esos arrogantes policías de frontera.
Pero todo pasó. Cuando al fin nos devolvieron los pasaportes todos tenían un visado kazajo, también el mío. Los policías se alejaron y el tren volvió a arrancar dejando que un poco de aire fresco entrara por las ventanillas. Al fin pude comerme el melocotón, que no estaba tan pocho como parecía, y después me tumbé y me puse a leer. No logré sin embargo concentrarme del todo, ya que mi cabeza no podía dejar de pensar en cómo pueden cambiar las fronteras dependiendo de tu dinero y el PIB de tu país. Con estos pensamientos y los traqueteos del tren me quedé finalmente dormido hasta las cuatro de la mañana, momento en el que el revisor me despertó para decirme que estábamos llegando a Turkestán, mi destino. Con mi despiste habitual no había caído en preguntar a la hora que iba a llegar allí y, una vez más, como me pasa con peligrosa frecuencia, seguía sin dinero local ni conocimientos aproximados de a cuánto estaba el tenge kazajo.
El tren finalmente se detuvo con un crujido y fui el único pasajero que bajó. No había demasiada luz y la estación estaba prácticamente desierta, así que no pude evitar sentir un poco de angustia al abandonar el cálido vagón. Dejé la mochila en el suelo y traté de acostumbrarme a la oscuridad de la noche antes de pensar qué es lo que debía hacer ahora. Sin que se me hubiera ocurrido nada, el tren soltó un pitido y se marchó a través de las inmensas estepas de Asia Central, repleto de aquellos inmigrantes con los que había compartido el calor sofocante, varios melocotones y una navaja. Mierda, pensé. No solo tenía un sueño de muerte y ni un tenge en el bolsillo. También me había olvidado de pedir a mis amigos que me devolvieran mi preciosa navaja.
*Rajmet significa «gracias» en uzbeko. O en kazajo, no estoy seguro. En cualquier caso si no es rajmet es rajmat.
**yok significa «no hay» en la mayoría de las lenguas túrquicas. También puede significar simplemente «no».
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Qué mísera es la vida con abusos de poder.
Yok derecho.
Y ahora, ¿qué misteriosos encuentros con hombres notables aguardan en Turkestán al protagonista de nuestra historia? Esperamos con ansia la próxima entrega de tus aventuras.
para empezar logré encontrar un taxista que me llevó a esas horas tardías a un extraño hotel baratisimo y con muchos insectos (había grillos y arañas, pero no cucarachas que es lo que me da asco). Aceptó que le pagara en dolares el hombre enrollado, así que todo me fue muy bien. La próxima aventura es un drama ruso. Qué tal el verano en Madrid? Abrazos!