A mí Kazajistán me interesaba (sí, en pretérito imperfecto de indicativo). Me parecía un lugar fascinante y remoto, aunque tal vez lo que me llamaba la atención era lo poco que sabía de él. A pesar de ser el noveno país más extenso del mundo (está entre Argentina, el octavo, y Argelia, el décimo) muchos españoles, incluso los que estudiamos la EGB, no sabríamos ubicarlo correctamente en un mapa. Además, y con lo grande que es, la república de Kazajistán se sitúa muy alto en la lista de las regiones más despobladas del mundo, superado solo por pesos pesados de la desolación como Mongolia, Islandia o las islas Pitcairn. Reflexionad sobre esto por un instante. Mientras estáis buscando la manera de silenciar un grupo de WhatsApp, dudáis entre ir a correr o ver el Gran Hermano u os preparáis un pisto con su huevo frito y todo, pensad que existe una zona inmensamente vacía y despoblada en el planeta donde en este preciso momento (y probablemente en los próximos años) no pasa absolutamente nada. ¿No os resulta fascinante? ¿No? De acuerdo, no voy a insistir. Pero seguro que podéis entender, sobre todo los que me conocéis, que por un momento a mí sí me lo pareciera.
El escaso interés que Kazajistán despierta entre los turistas (creo que una vez vi uno a lo lejos) reside en parte en los orígenes nómadas del pueblo kazajo. Siempre con sus caballos de aquí para allá, recorriendo la estepa interminable (qué hartazgo), no les dio nunca por construir mezquitas, ni castillos, ni un mal puente. La cosa cambió levemente cuando en la segunda mitad del siglo XIX los rusos aparecieron por allí y, como suelen hacer los imperios coloniales, decidieron emprender en estas tierras dejadas de la mano de Dios una misión civilizadora (si os soy sincero, a veces sueño con comenzar una yo también). Ellos sí construyeron ciudades y con el tiempo también cosmódromos y polígonos nucleares, y ya de paso enseñaron el ruso a los habitantes del país, hoy la lengua más hablada en la república. En su esfuerzo modernizador también hicieron desaparecer, no sin ciertos traumas, las yurtas, la vida nómada y a los cazadores con águilas, estampas todas ellas que nos habría encantado fotografiar a los turistas que andábamos por ahí.

Una sucursal del ibicenco café del Mar en Taraz, Kazajistán. Nunca sabré si dentro se escuchaba la famosa música de José Padilla pues estaba cerrado.
Tal vez uno de los días más duros de todo mi viaje lo viví en Taraz, una ciudad que, aunque se encuentra al sur de Kazajistán, bien podría ser parte de, por ejemplo, la provincia de Teruel. Al parecer se trata de la población más antigua del país, pero no hay ningún resto que pueda atestiguarlo o, al menos yo, no logré encontrarlo. Aquel día, después de las traumáticas experiencias de las que hablé en el capítulo anterior, me levanté decidido a disfrutar del lugar fuera como fuera. Así que fui al museo de la ciudad, que al parecer era interesante, pero no había leído bien la guía y cerraban los lunes. Allí recibí mi primer нет (no) del día. Pero no me desanimé y recorrí la larga calle arbolada para buscar la segunda atracción del lugar: un mercado exótico. La cosa es que lo estaban remodelando (o destruyendo tal vez) y no se podía visitar. Encontré sin embargo algunos puestos alrededor de los escombros que eran algo pintorescos, sobre todo uno en el que vendían cabezas y tripas de cordero. Pedí a los kazajos que lo regentaban si podía hacerles una foto, pero también me dijeron secamente que no. No tenía muchas más cosas que hacer, así que después de recorrer otros puestos del mercado (y comprobar que la única verdura local que se podía encontrar eran unos pepinos pequeños y arrugados) decidí aprovechar el tiempo y entré en una peluquería para afeitarme. Pensando que tal vez en Asia Central habría muchísimas barberías, dada su herencia túrquica y musulmana, y por no cargar aún más la mochila, no me había traído la maquinilla de afeitar. Grave error ya que, cuanto más me acercaba a los orígenes del turquismo y los rasgos de la gente que me rodeaba se iban volviendo más y más asiáticos, menos pelo había en sus rostros y, en consecuencia, menos necesidad tenían de ir al barbero. Así que cuando les expliqué a aquellos peluqueros que no quería cortarme el pelo, lo que tal vez debería hacer dada su longitud y volumen, sino la barba, me miraron los tres con extrañeza y me respondieron al unísono que no, que ni de coña. Y siguieron con lo suyo*.
No había tenido mucho éxito en mi visita turística, la verdad, y me alivió saber que al día siguiente estaría en Kirguistán, del que no sabía mucho pero se trataba al menos de otro país. Me volví caminando al hotel, uno de los pocos de la ciudad y el más barato, pensando en que mis experiencias en el vacío debían tarde o temprano florecer en algún tipo de iluminación espiritual. Por el momento, sin embargo, no había ni rastro de ella.
Ya dentro de la habitación, después de saludar a la recepcionista, que siempre me miraba con sorpresa e incluso miedo (¡como si nunca hubiera visto un extranjero viajando solo en Taraz!), respiré con profundidad, me quité los pantalones, la camiseta y comencé a hacer algunos estiramientos. Aparte de la maquinilla de afeitar también me había dejado en Madrid una comba, que me habría venido perfecta en aquel momento para hacer un poco de deporte en la intimidad. Pero tampoco esto me desanimó y, totalmente concentrado, me dispuse a hacer una de las actividades que más he repetido en este viaje solitario en Asia Central: saltar a la comba sin comba. Y lo cierto es que fue lo mejor que me pasó en todo el día. Deberíais probarlo.
*Para hacer honor a la verdad, y para no recibir las críticas de mis amigos periodistas que me acusan de inventarme las cosas, al final logré que uno de los tres me afeitara. Pero tuve que insistir y creo que lo hizo solo porque era de origen turco y entendía, además del idioma (ya hemos hablado anteriormente de los turcos mesjetios), la cultura de los barberías en Turquía. También he de decir que aunque los kazajos han heredado de los rusos cierto trato cortante y desconfiado con los extranjeros, al final, cuando lo intentas un poco y se acostumbran a tu presencia, resultan como el resto de los pueblos de Asia Central extremadamente acogedores y hospitalarios.
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